Veo veo, no ves

El ruido que el inspector hizo al derrumbarse quedó amortiguado por las bolsas de basura que flanqueaban el oscuro callejón donde nos habíamos cruzado. Le registré los bolsillos y cogí su cartera; también me hice con su sombrero y me dispuse, con la mano aún dolorida por el puñetazo que le había propinado, a robarle un rato de su vida. Mientras estuviera inconsciente gozaría de las prebendas de su sueldo de funcionario, de su casa de dos plantas y del calor de una familia.

Cuando horas más tarde los de la patrulla se presentaron en la puerta de la mansión me acusaron de atentado contra la autoridad, robo con fuerza y suplantación de personalidad. Me fui detenido, como tantas otras veces, previa lectura de mis derechos y esposado. Atrás, dejé a una niña exhausta de tanto jugar conmigo, y una mujer, con la que compartí cena, velas y una conversación que casi detuvo el tiempo con algún que otro beso.

Antes de marchar le hice prometer que borraría de su cara esa mirada compungida que podía delatarla; la de colaboradora inesperada que mostraba que, desde el primer momento que pisé la casa, sabía que en realidad no era su esposo y que la convertía a todos los efectos en cómplice necesaria.